El gran desierto by James Ellroy

El gran desierto by James Ellroy

autor:James Ellroy [Ellroy, James]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1988-01-01T05:00:00+00:00


* * *

El último domicilio conocido de Eisler era Presidio 11681, a poca distancia del campus de la UCLA. Dudley tarareaba mientras conducía; Mal aún seguía viendo esa mano dispuesta a pegar, la sobrina encogiéndose ante el cordial contacto del tío. El 11681 era una casa prefabricada pequeña y rosa al final de una larga manzana de casas prefabricadas; Dudley aparcó en doble fila, Mal recordó datos del informe de Satterlee:

Nathan Eisler. Cuarenta y nueve años. Un judío alemán que había huido de todo el montaje de Hitler en el 34; miembro del PC del 36 al 40, luego miembro de media docena de organizaciones de filiación comunista. Coguionista de varias películas prosoviéticas en colaboración con Chaz Minear, compañero de póquer de Morton Ziffkin y Reynolds Loftis. Escribía con seudónimo para mantener su intimidad profesional, se había escabullido de las manos de los investigadores del HUAC, actualmente utilizaba el alias Michael Kaukenen, el nombre del héroe de Tormenta sobre Leningrado. Trabajaba como guionista de westerns de escasa categoría para la RKO con otro pseudónimo, el trabajo figuraba a nombre de un escritor políticamente aceptable que se llevaba el 35 por ciento. Amigo íntimo de Lenny Rolff, colega y también expatriado, el segundo sujeto que debían interrogar.

Ex amante de Claire de Haven.

Caminaron hasta el porche por un sendero lleno de juguetes, Mal miró por el cancel y vio el salón que cabía esperar en una vivienda de este tipo: muebles de plástico, piso de linóleo, empapelado rosa con topos. En el interior se oían chillidos de niños, Dudley torció el gesto y apretó el timbre.

Un hombre alto, sin afeitar, se acercó a la puerta, flanqueado por un bebé y una niña. Dudley sonrió, Mal vio que el bebé se metía el pulgar en la boca y habló primero.

—Señor Kaukenen, somos de la Fiscalía de Distrito y nos gustaría hablar con usted. A solas, por favor.

Los niños se apoyaron en las piernas del hombre. Mal vio ojos rasgados y asustados: dos pequeños mestizos intimidados por dos grandes búhos. Eisler-Kaukenen gritó «¡Michiko!» y una mujer japonesa apareció y se llevó a los niños. Dudley abrió la puerta sin que lo invitaran.

—Llega usted con tres años de retraso —dijo Eisler.

Mal entró detrás de Dudley, asombrado por la sordidez del lugar. El hombre que durante la Depresión ganaba tres mil dólares semanales vivía en un cuchitril. Oyó los gritos de los niños detrás de las delgadas paredes y se preguntó si Eisler tendría que enfrentarse a los mismos problemas que él con una lengua extranjera. Luego pensó que el hombre quizá lo toleraba por principios comunistas.

—Una casa encantadora, señor Kaukenen —comentó Dudley—. Sobre todo el motivo cromático.

Eisler-Kaukenen ignoró el sarcasmo y señaló una puerta. Mal entró y vio un pequeño espacio cuadrangular cálido y habitable: libros desde el suelo hasta techo, sillas alrededor de una mesita y un gran escritorio dominado por una máquina de escribir de buena calidad. Ocupó la silla más alejada de las voces chillonas, Dudley se sentó frente a él. Eisler cerró la puerta y dijo:

—Soy Nathan Eisler, dato que ustedes no ignoran.



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